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sábado, 13 de octubre de 2012

“Empecemos este Año de la Fe creyendo, pidiéndole al Señor que aumente nuestra fe”

“Renovemos en este año la confianza, porque Dios está con nosotros y Jesús quiere salvarnos y quiere hacerlo para que cambiemos con nuestros actos. No pongamos al dinero, al poder político o a la imagen y el éxito como un dios. Pongamos como un Dios el amor a Dios y al prójimo. De esta manera podremos realmente empezar este Año de la Fe”, reflexionó el Cardenal Juan Luis Cipriani en el programa Diálogo de fe del sábado 13 de octubre.

El Cardenal Cipriani invitó a todos los fieles a participar de la Santa Misa que presidirá mañana domingo 14 de octubre a las 11 de la mañana en la Basílica Catedral de Lima, con la cual se inaugurará de manera oficial el Año de la Fe en la Arquidiócesis de Lima.

“El Papa nos dice: Esta puerta de la fe que nos introduzca en una vida más cercana a Dios entrando en la Iglesia abierta para todos y se cruza esa puerta con la palabra de Dios, con la cercanía de Jesús”, dijo.

Mencionó que el Papa Benedicto XVI está impulsando a todos los católicos a contrarrestar esa falta de fe en Dios y en la Iglesia, la cual genera consecuencias sociales, culturales y políticas en el mundo actual.

Indicó que existe una frustración que genera que la gente piense que no vale ser bueno porque no se consigue nada; es ahí cuando surge una crisis de fe.

“Hoy –dice el Papa- en muchos sectores de la sociedad muchas personas se ven afectadas por esta crisis de fe. Es decir, si tú crees en Jesucristo por qué no sigues sus indicaciones, si Jesucristo es bueno por qué estás tú de mal humor, si Jesucristo ha dicho que siempre te ayuda qué ha pasado que no te ayuda, si Jesucristo te ha dicho que te da la salvación eterna cómo es posible que haya tantos problemas en la ciudad”, expresó.

“En el Perú hay estos problemas de terrorismo, de ataques, de muertos y poca gente pone este problema a la luz de la fe. Qué pasa que los hombres se matan entre hombres, qué pasa con la familia de estos pobres servidores de la patria que ahora lloran la ausencia por la muerte, qué pasa con todo un país que solamente se preocupa de un crecimiento económico pero no se ve que estén preocupados por la educación en la familia o por el respeto al orden público”, continuó.

Señaló que en los tiempos de hoy existen personas que se cuestionan mucho sobre la fe y en algunos casos se han cerrado a un pensamiento que se limita solamente a creer en las cosas materiales.

“Para salvarnos tenemos que incorporar a nuestra manera de pensar el pensamiento de Dios que nos obliga a decir: Hay unas realidades que no se tocan pero que existen porque son realidades de la fe”, manifestó.

“Cuando superamos esa limitación de solamente aceptar lo que vemos entonces empezaremos a aceptar lo que no vemos: el amor de mi esposa, la honestidad, la honradez, la alegría, la presencia de Cristo que se entrega por mí”, prosiguió.

Exhortó también a no permitir que la crisis moral siga creciendo en el mundo y haga de la mentira algo habitual, porque esta es decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, se cree o piensa; es un atentado contra la fe.

Finalmente, recordó que “Jesús vive y está con nosotros. Es momento de dar un paso adelante en la fe. Todo el año, sábado a sábado, estaremos tratando diferentes dimensiones de la fe católica (...) Empecemos este Año de la Fe creyendo y pidiéndole al Señor que aumente nuestra fe”.

Para mayor información sobre el Año de la fe visitar la página web especial elaborada por el Arzobispado de Lima:www.arzobispadodelima.org/annusfidei


Oficina de Comunicaciones y Prensa
Jr. Chancay 282. Cercado de Lima. Tlf.: 203-7736

Alcaldesa de Lima promueve campaña "Conviértete en lesbiana"

composición: afiche / Susana Villarán
La Municipalidad Metropolitana de Lima (Perú), con el aval de su alcaldesa, Susana Villarán, promueve con recursos públicos la campaña "Hagamos la revolución. ¡Conviértete en lesbiana!", que comprende una serie de actividades que promueven el lesbianismo en la ciudad.

La campaña, que tiene como fecha central el 13 de octubre, al que el colectivo de lesbianas decidió denominar "día de las rebeldías lésbicas feministas de América Latina y el Caribe" incluye un "Besotón lésbico", en el comedor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).

La Municipalidad de Lima ha prestado diversas instalaciones en el Centro Histórico para los diversos eventos programados por el colectivo de lesbianas, como conferencias y la difusión de películas de temática lésbica.

La congresista Luisa María Cuculiza denunció esta actividad en la Comisión de la Mujer del Congreso de Perú, afirmando que "mientras la población le exige obras a la alcaldesa, su gestión destine tiempo y recursos públicos para promover convertirse en lesbianas, como dice esta publicidad".

Ya en el pasado Susana Villarán, intentó imponer la ideología gay en la capital peruana, al promover una ordenanza que buscaba obligar a aceptar el "afecto homosexual", en establecimientos públicos, incluidas las escuelas.

Esta tentativa fue paralizada por la presión de los padres de familia y ciudadanos, que en su mayoría profesan la fe cristiana.

Fuente: aciprensa.com

viernes, 12 de octubre de 2012

LOS PADRES SINODALES SUBRAYAN LA IMPORTANCIA DE LA COHERENCIA Y LA SANTIDAD DEL CLERO

Nuevos medios de comunicación, caridad, testimonio, entre los aspectos tocados hoy

Por H. Sergio Mora

La reunión de los padres sinodales, hoy viernes por la mañana, no contó con la presencia de Benedicto XVI, quien recibió a personalidades y delegaciones en la sala Clementina, entre ellos al patriarca ecuménico Bartolomé I, quien ayer dirigió sus palabras a los padres sinodales. En cambio el papa almorzó con todos los padres sinodales y los padres conciliares del Vaticano II presentes en Roma, en las instalaciones del Aula Pablo VI.

Esta mañana, en la sala del sínodo, se recordó además la festividad de la Virgen del Pilar y los 520 años del inicio de la evangelización en América Latina, según indicó el portavoz español José María Gil a los periodistas.

La santidad del clero

"Los obispos y sacerdotes sean maestros de santidad" fue el punto suscitado por el prelado del Opus Dei, monseñor Javier Echevarría, que indicó la necesidad de que amen la eucaristía, la confesión y la piedad sincera. Exhortó a los presbíteros a sentarse habitualmente en los confesionarios, y a preparar bien las homilías, pues para muchos fieles es la única ocasión en la semana de escuchar el mensaje de Cristo. Y por supuesto a "vivir lo que se predica y predicar lo que se vive".

El cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero, también subrayó la importancia de la formación y santidad del clero, y exhortó a no aceptar que por crisis numérica de vocaciones se reduzca lo esencial de ministerio ordenado, se desacralice al sacerdote de sus características de sobrenaturalidad y sacramentalidad. Revindicó en cambio, "elevar el tono espiritual de los sacerdotes y de las comunidades" con la "conversión personal y la oración pues solamente una realidad evangelizada es evangelizadora".

Sobre la falta de testimonio en cambio, entró directo el obispo de Canadá, Brian Joseph Dunn: "¿Cómo podemos evangelizar a quienes fueron heridos profundamente por hombres de la Iglesia por abusos sexuales? Hay que dar la posibilidad a las víctimas de ser escuchadas para comprender su profundo dolor; entender los motivos que llevaron a esta crisis; alentar la corresponsabilidad en las actitudes y emotividad, cuando se trabaja en contacto con los laicos”. Y sugirió involucrar más a las mujeres instituyendo un ministerio de catequista.

A las vocaciones se refirió el rector mayor de los salesianos, padre Pascual Chávez, al recordar que la evangelización es un elemento inseparable de las mismas. Dijo que la autenticidad de una buena evangelización se ve en la capacidad de suscitar vocaciones, dando la posibilidad a los jóvenes de descubrirla en sus diversos caminos: el sacerdocio, el matrimonio, el empeño social y eclesial. Y sugirió acompañarlos durante todo el camino de su elección.

El obispo hondureño Juan José Pineda enfatizó el papel de la parroquia para la transmisión de la fe cristiana, creando lugares de vida cristiana y de testimonio en un estado de misión permanente, evitando así actitudes burocráticas.

Comunicación digital, arte, música, cultura

Otra de la intervenciones de espesor fue la del cardenal Gianfranco Ravasi, que sobre la nueva evangelización indicó la necesidad de saber adoptar nuevos cánones en la comunicación digital en particular la narración por imágenes. En el ámbito de la secularización, subrayó el éxito de la iniciativa “El Atrio de los Gentiles”, con su búsqueda del Dios desconocido que es buscado por muchos no creyentes. Otro punto fue el de la evangelización a través de las expresiones artísticas del arte moderno sin que pierda la sacralidad del culto cristiano. Sin olvidar la cultura juvenil con sus experiencias y fecundidad, en particular la música y el deporte.

Concluyó indicando que la fe no debe temerle al mundo de la ciencia: “En el caso de la incompatibilidad entre ciencia y fe y del abuso de una sobre la otra y viceversa, como ha sucedido en el pasado y como a veces sucede hoy, es necesario cambiar el recíproco reconocimiento de la dignidad de los respectivos estatutos epistemológicos: la ciencia se dedica a la 'escena', es decir, al fenómeno, mientras que la teología y la filosofía se centran en el 'fundamento'”, afirmó.

Testimonio de caridad y evangélico

Valorar el envidiable testimonio de caridad que la Iglesia ofrece al mundo, fue la invitación del cardenal Robert Sarah, presidente del Pontificio Consejo Cor Unum, de la que nacen numerosas conversiones, y que son una gran contribución a la evangelización.

"Iglesia en América Latina vive y evangeliza en la región del planeta con mayores desigualdades sociales" recordó el obispo argentino Jose Eduardo Lozano, y consideró que poner en segundo plano a los desvalidos hace que el mensaje deje de ser la Buena Nueva para transformarse en palabras vacías.

De los prelados latinoamericanos, el arzobispo de Trujillo, Perú, monseñor Héctor Cabrejos Vidarte indicó: "Si el testimonio evangélico será siempre joven y creativo, entonces la fe será fiel al mensaje del Reino de Dios". Un nuevo actuar y vivir un estilo de vida que nos vuelva creíbles.

El obispo de San Cristóbal, Venezuela, Mario del Valle Moronta Rodríguez, propuso como línea teológico pastoral para la nueva evangelización el trinomio "comunión, testimonio, servicio".

Un camino consolidado

El miércoles por la tarde, el arzobispo de Valladolid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española Blázquez, habló del Camino Neocatecumenal, nacido en el ámbito del concilio, relacionando a la nueva evangelización y a la iniciación cristiana, y recordó su aprobación por el papa como método adecuado de formación católica.

Añadió que los catecúmenos unen la clara dimensión personal y eclesial de la fe cristiana, en donde se crea una profunda fraternidad, y la persona se siente apoyada por los otros hermanos para vivir cristianamente, incluso en una sociedad hostil. Añadió que sus participantes descubren las realidades de la fe cristiana y la liturgia es fortalecida por el conocimiento personal y de la sagrada escritura. Por ello, monseñor Blázquez indicó: "He querido a la luz del la historia del Camino Neocatecumenal, presentar no un proyecto sino una realidad concreta de la conexión entre iniciación cristiana y nueva evangelización".
Fuente: zenit.org

jueves, 11 de octubre de 2012

Texto de la intervención del patriarca ecuménico Bartolomé I en la Misa de inauguración por el Año de la Fe

Testimoniar juntos el mensaje de salvación y curación de los más pequeños

Dilecto hermano en el Señor, vuestra santidad Papa Benedicto,
Hermanos y hermanas,

Cuando Cristo se estaba preparando para la experiencia del Getsemaní, pronunció una oración por la unidad citada en el capítulo 17, versículo 11, del Evangelio según san Juan: “cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros” (las citas de la Biblia están tomadas de la traducción española de la página web de la Santa Sede). A través de los siglos fuimos verdaderamente custodiados con la potencia y el amor de Cristo y, en el momento adecuado de la historia, el Espíritu Santo descendió sobre nosotros e iniciamos el largo camino hacia la unidad visible deseada por Cristo. Esto fue confirmado en la Unitatis Redintegratio § 1: “Esta gracia ha llegado a muchas almas dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha surgido, por el impuso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar la unidad de todos los cristianos”.

En esta plaza, una celebración potente y significativa manifestó el corazón y la mente de la Iglesia Católica Romana, conduciéndola en estos cincuenta años hasta el mundo contemporáneo. La apertura del Concilio Vaticano II, piedra miliar transformante, fue inspirada por la realidad fundamental que el Hijo y el Logos encarnado de Dios está “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre” (Mt 18, 20) y que el Espíritu que procede del Padre “los introducirá en toda la verdad” (Jn 16, 13).

En los cincuenta años subsiguientes, recordamos con claridad y ternura, pero también con exultación y entusiasmo, nuestros personales debates con obispos y con expertos teólogos durante nuestra formación --como joven estudiante- en el Pontificio Instituto Oriental, como también nuestra participación personal en algunas sesiones especiales del Concilio. Somos testigos oculares del modo en que los obispos experimentaron con renovada conciencia la validez, y un sentido reforzado de continuidad, de la tradición y de la fe que “de una vez para siempre ha sido transmitida a los santos” (Judas 1, 3). Fue un período prometedor, lleno de esperanza tanto dentro como fuera de vuestra Iglesia.

Notamos que para la Iglesia Ortodoxa éste fue un período de intercambios y de expectativas. La convocatoria de las primeras Conferencias Panortodoxas en Rodas, por ejemplo, condujo a las Conferencias Preconciliares en preparación del Gran Concilio de las Iglesias Ortodoxas. Estos intercambios demostraron al mundo moderno el gran testimonio de unidad de la Iglesia Ortodoxa. Este período, además, coincidió con el “diálogo del amor” y anunció la Comisión Internacional Conjunta para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, instaurado por nuestros venerables predecesores, el papa Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Demetrio.

En el curso de los últimos cinco decenios, las conquistas alcanzadas por esta asamblea fueron varias, como ha demostrado una serie de importantes e influyentes constituciones, declaraciones y decretos. Hemos contemplado la renovación del espíritu y el “retorno a los orígenes” mediante el estudio litúrgico, la investigación bíblica y la doctrina patrística. Hemos apreciado el esfuerzo gradual por liberarse de la rígida limitación académica para pasar a la apertura del diálogo ecuménico, que ha llevado a recíprocas abrogaciones de las excomuniones del año 1054, el intercambio de saludos, la restitución de reliquias, el inicio de diálogos importantes, y las visitas recíprocas en nuestras respectivas sedes.

Nuestro camino no fue siempre fácil, ni estuvo exento de sufrimientos y desafíos. Sabemos, de hecho que “es angosta la puerta y estrecho el camino” (Mt 7, 14). La teología fundamental y los temas principales del Concilio Vaticano II --el misterio de la Iglesia, la sacralidad de la liturgia y la autoridad del obispo- son difíciles de aplicar con práctica asidua y se asimilan con esfuerzo durante toda la vida y con el compromiso de la Iglesia entera. La puerta, por tanto, debe permanecer abierta para una acogida más profunda, un mayor compromiso pastoral y una interpretación eclesial del Concilio Vaticano II cada vez más profunda.

Prosiguiendo juntos por este camino, ofrecemos gracias y gloria al Dios viviente --Padre, Hijo y Espíritu Santo- porque la asamblea misma de los obispos reconoció la importancia de la reflexión y del diálogo sincero entre nuestras “Iglesias hermanas”. Nos unimos en la “espera que, derrocado todo muro que separa la Iglesia occidental y la oriental, se hará una sola morada, cuya piedra angular es Cristo Jesús, que hará de las dos una sola cosa” (Unitatis Redintegratio §18).

Con Cristo, nuestra piedra angular, y con la tradición que tenemos en común, seremos capaces --o, más bien, puestos en condiciones de ser capaces por el don y la gracia de Dios--, de alcanzar una mayor comprensión y una expresión más completa del Cuerpo de Cristo. Con nuestros continuos esfuerzos, conformes al espíritu de la tradición de la Iglesia primitiva y a la luz de la Iglesia de los Concilios del primer milenio, podremos experimentar la unidad visible que se encuentra solamente más allá de nuestro tiempo de hoy.
La Iglesia siempre se destaca en su peculiar dimensión profética y pastoral, abraza su característica benevolencia y espiritualidad y sirve con humilde sensibilidad al “más pequeño de mis hermanos” (Mt 25, 40).

Dilecto hermano, nuestra presencia aquí significa y marca nuestro empeño en testimoniar juntos el mensaje de salvación y curación de nuestros hermanos más pequeños: los pobres, los oprimidos, los marginados en el mundo creado por Dios. Damos comienzo a oraciones por la paz y la salud de nuestros hermanos y hermanas cristianos que viven en Oriente Medio. En el actual crisol de violencia, separación y división que se va intensificando entre pueblos y naciones, que el amor y el deseo de armonía que declaramos aquí, y la comprensión que buscamos con el diálogo y el respeto recíproco, sirva como modelo para nuestro mundo. Que la humanidad pueda tender la mano “al otro” y que podamos trabajar juntos para superar el dolor de los pueblos en todas partes, de modo particular allí donde se sufre a causa del hambre, de los desastres naturales, de las enfermedades y de la guerra que, en última instancia, afecta a la vida de todos nosotros.

A la luz de todo cuanto la Iglesia del mundo debería aún cumplir, y con gran reconocimiento por todo el progreso que hemos compartido, tenemos el honor de haber sido invitados para participar --y modestamente llamados a ofrecer nuestra palabra- en esta solemne y festiva conmemoración del Concilio Vaticano II. No se trata sólo de una coincidencia que esta ocasión marque para vuestra Iglesia la solemne inauguración del “Año de la Fe”, dado que es la fe la que ofrece un signo evidente del camino que juntos hemos recorrido a lo largo del sendero de la reconciliación y de la unidad visible.

Como conclusión, con mucho afecto nos congratulamos con usted, santidad, dilecto hermano --unidos con la bendita multitud de los fieles hoy aquí reunidos--, y le abrazamos fraternalmente en la feliz ocasión de esta celebración conmemorativa. Que Dios los bendiga a todos.

Homilía de Benedicto XVI en la inauguración del Año de la Fe

50 AÑOS DE LA INAUGURACIÓN DEL VATICANO II

Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas
Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI. 
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792).
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación. 
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén.

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Nueva Evangelización no es un programa

Esta mañana, ante la presencia de Benedicto XVI, durante la 1ª Congregación General de los Padres Sinodales, el Presidente Delegado, el Cardenal chino John Tong Hon, obispo de Hong Kong dirigió su saludo a los participantes, mientras Mons. Nikola Eterovic, Secretario General del Sínodo, ofreció la Relación anterior a la discusión.

Dirigiéndose al Santo Padre, el Cardenal Tong Hon, se hizo intérprete de los saludos afectuosos y profunda gratitud de todos los Padres Sinodales y demás participantes por su invitación a esta Asamblea del Sínodo de los Obispos. Y destacó que “la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” es realmente un tema urgente, porque mucha gente en el mundo aún no conoce a nuestro Señor Jesucristo, y muchos de los bautizados han abandonado la práctica de su fe.

Asimismo el Purpurado recordó que hace ya cincuenta años, el Concilio Vaticano II los animaba “a echar las redes”, mientras hoy, de un modo similar, es necesario tomar como modelo de evangelización a la comunidad de la Iglesia primitiva; puesto que sus miembros “poseían tres cualidades que pueden expresarse en tres palabras griegas: didache, que significa “doctrina”; koinonia, que quiere decir “comunión a distintos niveles” y diakonia, que se traduce como “servicio”. Tres cualidades que –como dijo el Cardenal Tong Hon– se han manifestado en Hong Kong, Macao y el territorio chino.

En efecto, el Presidente Delegado explicó que en Hong Kong –antes de devolver la soberanía de la ciudad a China en 1997– muchas familias se enfrentaron a la crisis causada por el miedo a vivir bajo el régimen comunista. Y recordó que el término “crisis” en chino está formado por dos caracteres que significan: “peligro” y “oportunidad”. Por esto –prosiguió– “al enfrentarse a la crisis de la inseguridad, incluso los católicos no practicantes volvieron a la Iglesia en busca de apoyo espiritual. Y muchos fieles participaron en la catequesis, en cursos bíblicos y teológicos para profundizar su fe y ser evangelizadores”. 

Además, el Cardenal Tong Hon recordó que hoy su diócesis tiene más de mil catequistas voluntarios bien formados y que este año, más de trescientos adultos recibirán el bautismo en la Vigilia Pascual. En cuanto a la diócesis vecina de Macao, el Purpurado dijo que ha hecho esfuerzos similares y ha visto aumentar el número de bautizados en años recientes. 

De su recuerdo personal el Presidente Delegado ofreció la experiencia de evangelización de un párroco rural del norte de China que tras de orar mucho decidió dividir a los parroquianos en dos grupos con misiones diferentes. Encomendó a los bautizados recientes la misión de llevar a sus amigos no católicos y familiares a la catequesis y a los católicos de hace tiempo les encomendó la misión de enseñar el catecismo a los catecúmenos. Como resultado, dijo, este párroco fue testigo de más de mil bautismos en un año.

Y concluyó destacando que entre las características de la “doctrina”, “comunión” y “servicio” –tal como están ejemplificadas en la Iglesia primitiva– a su juicio la más importante es la primera, porque Dios trabaja a través de ellos como sus testigos. Por esta razón, y teniendo en cuenta que la cultura dominante es materialista, con el consiguiente problema de muchos católicos alejados de la Iglesia, es necesario “ser testigos fervientes de nuestra fe”. También debemos prestar atención a nuestros jóvenes –dijo– tal como lo recuerda el Santo Padre, porque el plan salvífico de Dios es increíble a la vez que manifestó su seguridad de que “con fe, esperanza y amor tendremos éxito en nuestra misión evangelizadora”.

Por su parte, en su relación anterior a la discusión, Mons. Nikola Eterovic, Secretario General del Sínodo, ofreció algunos puntos que contribuirán a focalizar el debate en el Aula Sinodal y a proporcionar temas de reflexión, teniendo en cuenta que cada uno de los participantes ha llegado con una preparación basada en su ministerio pastoral y alimentada por el trabajo de la misma Secretaría, que ha producido en primer lugar las Líneas de Orientación con las sugerencias y las propuestas de las Conferencias Episcopales, de los Sínodos de las Iglesias Católicas sui iuris, de los Dicasterios de la Curia Romana, de los obispos sin conferencia episcopal y de la Unión de los Superiores Generales, sin olvidar las observaciones de algunos obispos, mujeres y hombres de vida consagrada, así como laicos, movimientos y organizaciones eclesiales. 

Durante su presentación, refiriéndose también al Documento de trabajo observó siete puntos, a saber: “Qué y a Quién proclamamos la Palabra de Dios”; “Recursos recientes para ayudarnos en nuestra tarea”; “Circunstancias especiales de nuestro tiempo que hacen necesario este Sínodo”; “Elementos de la Nueva Evangelización”; “Fundamentos teológicos para la Nueva Evangelización”; “Cualidades de los nuevos evangelizadores” y, por último, “Carismas de la Iglesia de hoy que asisten en la tarea de la Nueva Evangelización”.

Para comenzar a responder a la llamada del Santo Padre en este Sínodo al estudio de la Nueva Evangelización –dijo Mons. Nikola Eterovic– es oportuno indicar que lo que tienen por delante es una misión cuádruple en la que: “reafirmar la naturaleza existencial de la evangelización”; “observar las bases teológicas de la Nueva Evangelización”; “animar las muchas manifestaciones actuales de la Nueva Evangelización” y “proponer modos concretos con los que la Nueva Evangelización pueda ser estimulada, estructurada y llevada a cabo”.

Como por ejemplo –afirmó– en las parroquias, en los programas de pastoral universitaria, en las organizaciones de profesionales, en las capellanías de distintos grupos, incluidos los militares, en los servicios de asistencia sanitaria y social, con el apoyo de jóvenes profesionales de todos los campos, para que se puedan descubrir como instrumentos de actividad evangelizadora de la Iglesia. 

Además, dada la importancia de la política, que es reflejo de la libertad y dignidad humana y del orden moral natural –dijo– “deberíamos tener muy en cuenta en nuestras observaciones prácticas a la generación de quienes en el futuro se dedicarán a la vida política”, para que de las deliberaciones sobre la situación actual que la Iglesia debe afrontar hoy, pueda surgir la afirmación de su esencial llamada a la evangelización, el reconocimiento de muchos factores e instrumentos de renovación y la presentación de una guía práctica junto a un estímulo.

Como explicó el Secretario General del Sínodo la Nueva Evangelización no es un programa. Sino que se trata “de un modo de pensar, de ver y de actuar”. Es como “una lente a través de la cual vemos las oportunidades de proclamar de nuevo el Evangelio”. Y es también “un signo de que el Espíritu Santo sigue trabajando activamente en la Iglesia”. En el centro de la Nueva Evangelización –afirmó– está la “renovada propuesta del encuentro con el Señor Resucitado, su Evangelio y su Iglesia a quienes ya no encuentran atractivo el mensaje de la Iglesia”. 

Por eso manifestó que hay como tres fases distintas aunque conectadas entre sí y que se resumen en “la renovación y profundización de nuestra fe tanto a nivel intelectual como afectivo”; “una nueva confianza en la verdad de nuestra fe” y “la voluntad de compartirla con los demás”, tal como se lee en el Documento de trabajo. La Nueva Evangelización –prosiguió– “comienza con cada uno de nosotros en el compromiso de renovar una vez más nuestra comprensión de la fe haciendo que sea, cada vez más, parte de nosotros, abrazando con energía y con alegría el mensaje evangélico y poniéndolo en práctica en la vida cotidiana”.

También destacó que después del compromiso para renovar el reconocimiento de la fe, nace una nueva confianza en la verdad de su mensaje, si bien durante mucho tiempo, han visto esta confianza “erosionada y reemplazada por un sistema de valores laicos que, en las últimas décadas, se ha impuesto como estilo de vida superior y mejor con respecto al que fue propuesto por Jesús, su Evangelio y su Iglesia”. Porque en la cultura educativa y teológica que refleja “la hermenéutica de la discontinuidad la visión del Evangelio ha sido oscurecida muchas veces, y una voz segura y confiada ha encontrado excusas para todo aquello en lo que creemos”.

Este Sínodo –concluyó el Secretario General– tiene que ser un reclamo para que toda la Iglesia mire la vida y la realidad a través de la lente de la Nueva Evangelización de una forma que resalte que muchas iniciativas ya están en marcha y que muchos fieles ya están familiarizados con los aspectos de las mismas, aunque no siempre se definan con el nombre de Nueva Evangelización. Ahora que comenzamos nuestro trabajo, tenemos todos los motivos para hacerlo “con optimismo y entusiasmo”, porque las simientes de la Nueva Evangelización sembradas durante los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI están empezando a brotar. Nuestra labor es encontrar el modo de cultivarla, incentivarla y acelerar su crecimiento”.

(María Fernanda Bernasconi – RV).

Reflexión del papa Benedicto XVI en la inauguración del Sínodo de los Obispos

Dios ha hablado y ya no es el gran desconocido

Queridos hermanos:

Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai» (cfr. Lc 4,18). En este Sínodo queremos conocer mejor qué es lo que nos dice el Señor y qué es lo que podemos o debemos hacer nosotros. Está dividida en dos partes: una primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y después querría probar a interpretar el Himno de la Hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en la página 5 del Libro de Horas.

La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia. Aparece en Homero: es el anuncio de una victoria, y, por tanto, anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Luego aparece en el Segundo Isaías (cfr Is 40,9), como voz que anuncia la alegría que viene de Dios, como voz que hace comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, el Cual, aparentemente, casi se había retirado de la historia, está aquí, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche del exilio, su luz aparece y da la posibilidad del regreso a su pueblo, renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria- justicia, paz, salvación. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, cuando habló de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los marginados, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.

Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo Testamento, además de esto – el Deutero-Isaías, que abre la puerta -, es importante también el uso de la palabra que hizo el Imperio Romano, empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del Emperador – como tal – es positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» - dice - sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros.Y este hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre – entonces como ahora – es precisamente este: detrás del silencio del universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? y, si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros?

Este Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta hoy es tan actual como lo era entonces. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho como tal es salvación: Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con nosotros, el Dios que nos enseña que nos ama, que sufre con nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado a sí mismo y esta es la salvación. La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy para que se transforme en salvación? El hecho de que haya hablado es por sí mismo la salvación, es la redención. Pero ¿cómo puede saberlo el hombre? Este punto me parece que es un interrogante, pero también una pregunta, una orden para nosotros: podemos encontrar una respuesta meditando sobre el Himno de la Hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus». La primera estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, oremos para que venga el Espíritu Santo, esté en nosotros y con nosotros. En otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, podemos sólo dar a conocer lo que ha hecho Él. La Iglesia no empieza con el «hacer» nuestro, sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. Así, los Apóstoles no dijeron, después de algunas asambleas: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos oraron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, que Dios es el primer agente: si Dios no obra, nuestras cosas son sólo nuestras y son insuficientes; sólo Dios puede dar testimonio de que es Él quien habla y ha hablado.

Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia sólo porque Dios ha obrado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con su presencia y hacer presente todo lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha hablado» es lo perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir: «habla». Y como en aquel entonces sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha hablado y habla, de esta forma también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros sólo podemos cooperar, pero el principio debe venir de Dios. Por eso no es una mera formalidad si empezamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el preceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre cooperar, no una pura decisión nuestra. Por eso es importante saber siempre que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser - con Él y en Él - evangelizadores. Dios es el principio siempre, y siempre sólo Él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su estar con nosotros. Pero, por otro lado, este Dios, que es siempre el principio, también quiere nuestra participación, quiere que participemos con nuestra actividad, por lo que las actividades son teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e incluyendo nuestro ser, toda nuestra actividad.

Por tanto, cuando hacemos nosotros la nueva evangelización es siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y en su presencia real. Ahora, este nuestro obrar, que viene de la iniciativa de Dios, lo encontramos descrito en la segunda estrofa de este Himno: «Os, lingua, mens, sensus, vigor, confessionem personent,flammescat igne caritas, accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los que Dios nos hace partícipes, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se han añadido los verbos: en el primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.

Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de Jesús y está interpretado en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de Dios es todo una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio». Por tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta «confesión», penetrar en ella, de forma que «personent» - como dice el Himno – en nosotros y mediante nosotros. Aquí es importante observar también una pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano ha sustituido la palabra «professio», lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante las instancias enemigas de la fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad al sufrimiento: esto me parece muy importante. También en la esencia de la «confessio» de nuestro Credo está incluida la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es más, al don de la vida. Y precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio» no es cualquier cosa que se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio» realmente merece la pena sufrir, merece la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio» demuestra así que lo que confiesa es verdaderamente más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica sólo para una realidad por la que merece la pena sufrir, que es incluso más fuerte que la muerte, y demuestra que es la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la vida en esta confesión.

Ahora veamos dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens, sensus, vigor». Por San Pablo, Epístola a los Romanos10, sabemos que el puesto de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; debe ser anunciada la fe que se lleva en el corazón: no es sólo una realidad en el corazón, sino que quiere ser comunicada, ser confesada realmente ante los ojos del mundo. Así debemos aprender, por una parte, a ser realmente – digamos – penetrados en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el corazón también debemos encontrar, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra y el coraje de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que, sin embargo, es siempre una. «Mens»: la «confesión» non es sólo algo del corazón y la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento está realmente situado en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar también en los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos ha dicho que Dios, en su revelación, en la historia de la salvación, le ha dado a nuestros sentidos la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza debemos ser penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.
«Confessio» es la primera columna – por así decirlo – de la evangelización y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es realmente el reflejo de la verdad divina, que, como verdad, es inseparablemente también amor. El texto describe, con palabras muy contundentes, este amor: es ardor, es llama, enciende a los demás.

Hay una pasión nuestra que debe crecer desde la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos ha dicho: He venido para echar fuego a la tierra y como querría que ya estuviese encendido. Orígenes nos ha transmitido una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio. Esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe tiene que ser en nosotros llama del amor, una llama que realmente encienda mi ser, que sea una gran pasión de mi ser, y así encienda al próximo. Este es el modo de la evangelización:: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se vuelva en mí caridad y la caridad encienda como fuego también al otro. Sólo con este encender al otro por medio de la llama de nuestra caridad crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no es sólo palabra, sino también realidad vivida.

San Lucas nos cuenta que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era un fuego que ha transformado el mundo, pero un fuego en forma de lengua, es decir,un fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu, que es también comprensión; un fuego que está unido a la mente, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», imprime carácter al cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la cultura humana, el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La cultura humana empieza en el momento en el que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego también puede transformar, renovar. El fuego de Dios es un fuego que transforma, fuego de pasión – por supuesto – que también destruye mucho en nosotros, que lleva a Dios, pero es sobre todo un fuego que transforma, renueva y crea una novedad del hombre, que se vuelve luz en Dios.

Así, al final, sólo podemos pedir al Señor que la «confessio» esté fundada en nosotros profundamente y que se vuelva fuego que enciende a los demás; de esta forma el fuego de su presencia, la novedad de su estar con nosotros, se vuelve realmente visible y una fuerza del presente y del futuro.

Hace cincuenta años, el 11 de octubre de 1962, el Papa Juan XXIII abría en la basílica de San Pedro el concilio ecuménico Vaticano II

«Fue un día espléndido», recuerda Benedicto XVI

Fue un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el ingreso solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San Pedro en Roma, se inauguró el concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, para conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio de Éfeso había reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar así la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan XXIII había fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de encomendar la gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad maternal de María, y de anclar firmemente el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a los obispos procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.

Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi siempre para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había un problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa. Se le veía cansado y daba la impresión de que el futuro era decidido por otros poderes espirituales. El sentido de esta pérdida del presente por parte del cristianismo, y de la tarea que ello comportaba, se compendiaba bien en la palabra “aggiornamento” (actualización). El cristianismo debe estar en el presente para poder forjar el futuro. Para que pudiera volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo la dificultad del cometido que se presentaba a la asamblea eclesial.

Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con ideas diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa — Bélgica, Francia y Alemania — el que llegó con las ideas más claras. En general, el énfasis se ponía en aspectos completamente diferentes, pero había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental era la eclesiología, que debía profundizarse desde el punto de vista de la historia de la salvación, trinitario y sacramental; a este se añadía la exigencia de completar la doctrina del primado del concilio Vaticano I a través de una revalorización del ministerio episcopal. Un tema importante para los episcopados del centro de Europa era la renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el ecumenismo: haber sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. A eso se añadía el ciclo temático Revelación – Escritura – Tradición – Magisterio. Los franceses destacaban cada vez más el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XIII, del que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del Concilio. La Iglesia, que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga expresión “mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta Constitución pastoral afirma muchas cosas importantes para comprender el “mundo” y da contribuciones notables a la cuestión de la ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración sustancial.

Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en dos documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la recepción del concilio. El primero es la Declaración sobre la libertad religiosa, solicitada y preparada con gran esmero especialmente por el episcopado americano. La doctrina sobre la tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por Pío XII, no resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y la autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y de practicar la religión, y de la libertad de cambiarla, como derechos a las libertades fundamentales del hombre. Dadas sus razones más íntimas, esa concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no pudiera decidir sobre la verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a practicarla en el culto, sin que se violara con ello el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los cristianos rezaban por el emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de vista, se puede afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el principio de la libertad de religión. Sin embargo, la interpretación de este derecho a la libertad en el contexto del pensamiento moderno en cualquier caso era difícil, pues podía parecer que la versión moderna de la libertad de religión presuponía la imposibilidad de que el hombre accediera a la verdad, y desplazaba así la religión de su propio fundamento hacia el ámbito de lo subjetivo. Fue ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión del concilio, el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de religión era rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular de filosofía estatal moderna. El Papa procedía también de una situación parecida a la de la Iglesia antigua, de modo que resultó nuevamente visible el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la libertad, sobre todo a la libertad de religión y de culto.

El segundo documento que luego resultaría importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Inicialmente se tenía la intención de preparar una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que resultaba intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los padres conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto, pero explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo en Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo hablar también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —, así como del tema de la religión en general. A eso se añadió luego espontáneamente una breve instrucción sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos valores espirituales, morales y socioculturales debían ser reconocidos, conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía no era previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el esfuerzo que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta cada vez más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se fue viendo también una debilidad de este texto de por sí extraordinario: habla de las religiones sólo de un modo positivo, ignorando las formas enfermizas y distorsionadas de religión, que desde el punto de vista histórico y teológico tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido muy crítica desde el principio respecto a la religión, tanto hacia el interior como hacia el exterior.

Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares.

En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado al espíritu positivista. Esta es la visión a la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento de la ordenación episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de la universidad de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el camino del concilio. En este volumen se han recogido varios escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan aún para mí. Espero que estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Papst Benedikt XVI el extraordinario empeño que han puesto para la realización de este volumen.

Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio de Vercelli.

Catecismo Menor

El Arzobispado de Lima ha elaborado el Catecismo Menor con motivo del Año de la Fe, convocado por el Santo Padre, Benedicto XVI. Es un instrumento muy sencillo y útil para profundizar en los contenidos de nuestra fe

lunes, 8 de octubre de 2012

Homilía de Benedicto XVI en la misa de apertura del Sínodo de los Obispos y proclamación del doctorado de san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen

Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas

Con esta solemne concelebración inauguramos la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Esta temática responde a una orientación programática para la vida de la Iglesia, la de todos sus miembros, las familias, las comunidades, la de sus instituciones. Dicha perspectiva se refuerza por la coincidencia con el comienzo del Año de la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Doy mi cordial bienvenida, llena de reconocimiento, a los que habéis venido a formar parte de esta Asamblea sinodal, en particular al Secretario general del Sínodo de los Obispos y a sus colaboradores. Hago extensivo mi saludo a los delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, y a todos los presentes, invitándolos a acompañar con la oración cotidiana los trabajos que desarrollaremos en las próximas tres semanas.

Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de la carta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta Asamblea sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado de gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su gracia.

Quisiera ahora reflexionar brevemente sobre la «nueva evangelización», relacionándola con la evangelización ordinaria y con la misión ad gentes. La Iglesia existe para evangelizar. Fieles al mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades cristianas. Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien organizadas con numerosos fieles. En determinados periodos históricos, la divina Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los pueblos anglosajones y eslavos, o en la transmisión del Evangelio en el continente americano, y más tarde los distintos periodos misioneros en los pueblos de África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me agrada mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar Doctores de la Iglesia: san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen. También en nuestro tiempo el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un nuevo impulso para anunciar la Buena Noticia, un dinamismo espiritual y pastoral que ha encontrado su expresión más universal y su impulso más autorizado en el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este renovado dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos «ramas» especificas que se desarrollan a partir de ella, es decir, por una parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a aquellos que aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación; y, por otra parte, la nueva evangelización, orientada principalmente a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin tener en cuenta la praxis cristiana. La Asamblea sinodal que hoy se abre esta dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y social. Obviamente, esa orientación particular no debe disminuir el impulso misionero, en sentido propio, ni la actividad ordinaria de evangelización en nuestras comunidades cristianas. En efecto, los tres aspectos de la única realidad de evangelización se completan y fecundan mutuamente.

El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser «una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.

Una de las ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a la evangelización es la de la llamada universal a la santidad, que como tal concierne a todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42). Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen entre los generosos misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos, tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los lugares donde viven personas no cristianas. La santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje – el del amor y la verdad – es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.

A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.

Santa Hildegarda de Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda sensibilidad y reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa capacidad para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran amor por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre todo conservó siempre un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.

La mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la santidad, nos impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos cristianos, más aun, su pecado, personal y comunitario, que representa un gran obstáculo para la evangelización, y a reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin una disposición sincera de conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo (cf. 2 Cor 5,20) es la vía maestra de la nueva evangelización. Unicamente purificados, los cristianos podrán encontrar el legítimo orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.

Queridos hermanos y hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea sinodal con el sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar con gran afecto al beato Papa Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también ejemplo de nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella invocamos una especial efusión del Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la Asamblea sinodal y la haga fructífera para el camino de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo. Amen.

©Librería Editorial Vaticana

domingo, 7 de octubre de 2012

El Año de la Fe

La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree

Corremos el peligro de ante los acontecimientos de cada día, olvidarnos lo que para un católico es lo realmente importante: el seguimiento de Cristo.

En octubre del 2011 Benedicto XVI publicó el Motu Propio “Porta fidei”, convocándonos a los católicos a celebrar a partir de este octubre un Año de la Fe, es decir una invitación a lo verdaderamente importante, a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Me parece conveniente, por ello, recordar lo que dijo Benedicto XVI sobre el papel de la fe en nuestra vida: 

Profesar la fe en la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8). La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17). 

Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso de fe, pero a menudo se olvidan del fundamento de este compromiso. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. 

La fe es el camino creado por Dios para acceder a la Verdad, que es Dios mismo. Es bueno por ello que este año nos recuerde la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre, tanto más cuanto que la fe no se vive en solitario, sino en unión con los demás que la comparten. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su y nuestra adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo y en el que muchos falsos profeta intentan inducirnos a error. El conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto a la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.

«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado» (Jn 6, 29). El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con É·l. La fe tiene contenidos claros, que están en el Credo, pero la fe en el Dios que es Amor se muestra más que en las proclamaciones solemnes, en nuestros actos de amor.
A la profesión de fe, de hecho, sigue la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Y este «estar con Él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. 

La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. 
Como dijo San Ambrosio: “Aquello que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo”. Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es nuestra compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros y la que nos permite comprender que el misterio de la Cruz y el participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son el preludio de la alegría que nos terminará conduciendo a la felicidad eterna.
Autor: Pedro Trevijano
Fuente: religionenlibertad.com

Un año de la fe para descubrir el arte del vivir

Jesucristo es lo más valioso que tiene el cristiano, es el verdadero tesoro de la Iglesia

Redescubrirlo, vivirlo y testimoniarlo constituye la verdadera sabiduría de la vida, el auténtico «arte del vivir», la razón profunda y contagiosa de una existencia que ha encontrado su verdadero sentido y destino. Y esta es la gran y sublime belleza de la fe cristiana. Y proclamar esta verdad y difundir esta belleza es el anhelo y la aspiración del Año de la Fe 2012-2013, que el Papa Benedicto XVI nos anunció en el pasado mes de octubre. 

Será el jueves 11 de octubre próximo cuando se abra «la puerta» de este año especial de la fe que durará trece meses y medio, hasta su clausura en la emblemática fecha de la solemnidad de Jesucristo Rey Universo, en 2013, el día 24 de noviembre. El hecho de que el Papa anunciara este evento con un año de antelación y que ahora, diez meses antes, dispongamos ya de las citadas orientaciones e indicaciones pastorales, suscritas por la Congregación para la Doctrina de la Fe, nos indican fehaciente e interpeladoramente la importancia que el Santo Padre quiere otorgar al Año de la Fe. Es más, podría decirse, de alguna manera y salvadas todas las distancias y diferencias que correspondan, que el Año de la Fe quiere ser para Benedicto XVI lo que el Gran Jubileo del Año 2000 fue para su antecesor, el beato Juan Pablo II. Y si la celebración de este supuso todo un inmenso esfuerzo y una espléndida realización de y para toda la Iglesia –un gran éxito de todos, podríamos decir en lenguaje coloquial–, al Año de la Fe también le ha de dedicar la entera comunidad eclesial todo su interés, compromiso y entusiasmo.

Y es que, mucho más allá de actividades, celebraciones e iniciativas varias, con la fe nos lo jugamos todo. Porque, como se afirma en la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe, «la Iglesia es plenamente consciente de los problemas que debe afrontar hoy la fe, y siente más que nunca la actualidad de la pregunta que Jesús mismo formuló: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 8). Por ello, “si la fe no se revitaliza, convirtiéndose en una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces».

¿Y cuál y cómo ha de ser, pues, esa fe que, llena de belleza y de atracción, nos muestre en primer lugar a nosotros los creyentes y después a la humanidad entera la sabiduría de la vida, el verdadero «arte del vivir»? Es la fe que nace del encuentro transformador y transformante con Jesucristo, que no es una idea o un sentimiento, sino una Persona que trae el acontecimiento decisivo y las respuestas que laten en el corazón del hombre. La fe cristiana es creer en Jesucristo y permitir que esta creencia fundamental irrigue de savia nueva nuestro ser. De ahí la necesidad de una renovada conversión, que solo llega desde la vida interior, desde la sana y equilibrada espiritualidad de la encarnación y de la pascua. Una renovación que ha de hundir sus raíces en la gran tradición de la Iglesia, se ha de nutrir de la Palabra de Dios y de los Sacramentos y se ha de traducir en la caridad. Porque «la fe sin caridad no da fruto y la caridad sin la fe es un sentimiento oscilante», como recordaba ya Benedicto XVI en la Porta fidei.

La fe, la gran propuesta y fuerza de la evangelización, crece creyendo y se fortalece dándola. Y este crecimiento y fortalecimiento de la fe solo se da en la Iglesia, en la fidelidad a su identidad, comunión y misión. Y el Concilio Vaticano II y su fruto maduro del Catecismo de la Iglesia Católica han de ser la brújula del Año de la Fe. Un año para superar las crisis, un año para sentir y mostrar la belleza de la fe en Jesucristo, el secreto, la llave del auténtico «arte del vivir» y el motor de la humanidad nueva que tanto necesitamos.
Fuente: Catholic.net

La fe en lo que no se ve

Para algunos el cristianismo sería algo irracional y absurdo, pues pide creer en cosas que no vemos

Para algunos el cristianismo sería algo irracional y absurdo, pues pide creer en cosas que no vemos. San Agustín intentó responder a esta crítica en un texto elaborado desde un discurso pronunciado, según parece, el año 399. El texto lleva por título “De la fe en lo que no se ve”.

El texto es sencillo, si bien conserva algunos límites propios del tiempo en el que fue redactado. Entre sus ideas, encontramos una que conserva su validez: en la vida no podemos dejar de lado cientos de cosas que aceptamos simplemente sin verlas.

Los ojos, ciertamente, nos dan muchas informaciones de cosas y de personas que están más o menos cerca de nosotros. Respecto de lo que ocurre en nuestra propia alma no necesitamos testigos ni miradas: tocamos cada día qué ideas y emociones nacen en lo íntimo de nosotros mismos. Pero muchos otros asuntos escapan a la mirada de los ojos y a las suposiciones del alma.

El ejemplo que pone san Agustín es sencillo: ¿cómo conocemos el afecto de un amigo? Hablar de afecto, incluso hablar de amistad, es referirnos a algo que escapa al control empírico. Vemos, no podemos negarlo, las acciones y las miradas del amigo. Su afecto, sin embargo, queda escondido dentro de su alma y es acogido sólo desde un acto sencillo de fe humana.

En palabras del texto que estamos citando, “tu afecto te mueve a creer en el afecto no tuyo; y adonde no pueden llegar ni tu vista ni tu entendimiento, llega tu fe” (“De la fe en lo que no se ve”, 1,2).

Lo que constatamos en la simple experiencia de la amistad vale para la sociedad humana, que no podría subsistir sin esa fe cotidiana que permite unir los corazones. El texto de Agustín lo expresa con estas frases:

“¿Quién no ve la gran perturbación, la confusión espantosa que vendrá si de la sociedad humana desaparece la fe? Siendo invisible el amor, ¿cómo se amarán mutuamente los hombres, si nadie cree lo que no ve? Desaparecerá la amistad, porque se funda en el amor recíproco. ¿Qué testimonio de amor recibirá un hombre de otro si no cree que se lo puede dar? Destruida la amistad, no podrán conservarse en el alma los lazos del matrimonio, del parentesco y de la afinidad, porque también en estos hay relación amistosa. Y así, ni el esposo amará a la esposa, ni ésta al esposo, si no creen en el amor recíproco porque no se puede ver. Ni desearán tener hijos, cuando no creen que mutuamente se los han de dar. Si estos nacen y se desarrollan, tampoco amarán a sus padres; pues, siendo invisible el amor, no verán el que para ellos abrasa los paternos corazones, si creer lo que no se ve es temeridad reprensible y no fe digna de alabanza. ¿Qué diré de las otras relaciones de hermanos, hermanas, yernos y suegros, y demás consanguíneos y afines, si el amor de los padres a sus hijos y de los hijos a sus padres es incierto y la intención sospechosa, cuando no se quieren mutuamente?” (“De la fe en lo que no se ve”, 2,4).

Muchos siglos después, Juan Pablo II abordó el mismo tema en su encíclica sobre las relaciones entre la fe y la razón. El Papa venido de Polonia explicaba cómo los seres humanos podemos ser definidos como seres que viven de creencias.

Al hacerlo, el Papa señalaba que “en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad?” (encíclica “Fides et ratio”, n. 31).

Nuestra vida se construye continuamente en la fe sobre cosas que no vemos. Desde esa fe humana, y más allá de la misma, podemos dar el paso a una fe mucho más grande y más profunda: la que nos lleva a acoger la acción de Dios en la historia, la que abre las puertas a Cristo, la que nos permite formar parte de la Iglesia.

Fuente: Catholic.net

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